«Tenía la suerte de acordarse de cosas de cuando era muy pequeña. Se acordaba de no hacer distinciones entre los juguetes de sus amiguitos y los de sus amiguitas. Ella quería la diligencia de indios y vaqueros de Comansi. Pero no la tuvo. También quería tocar la guitarra. Pero le apuntaron a ballet. También le pusieron el vestido rosa de los domingos, y los calcetines con puntillas, y no le dejaban subirse a ningún sitio a hacer travesuras con ello puesto porque el vestido lo había hecho la modista y costaba caro y tenía que durar. Y tenía una cinturilla que le picaba mucho en la tripa, pero le decían que “para presumir, hay que sufrir”.

Muchos años después, decidió que iba a estudiar Ingeniería. Al principio le costó entender por qué eran un diez por ciento de mujeres en la clase. Hasta que un día recordó los indios y vaqueros y el ballet, el vestido rosa de los domingos con su cinturilla picajosa y “el para presumir, hay que sufrir”, que en la carrera se había transformado en “Hay que sufrir sin presumir”. Porque no sabía cómo, de pronto empezó a pensar que los méritos propios le habían llegado por fortuna y no por su inteligencia, y que si era así, una debía callarse y ser modestita, aunque ella viera con sus propios ojos que sus compañeros destacaran, presumieran y hasta se hicieran coleguis de los profes. Ella jamás pensaba que sus logros eran suyos.

Y llegó un día en que empezó a trabajar como programadora. Y enseguida le subieron el sueldo, y mucho. Y un compañero le preguntó: ¿Con quién te has acostado? Y ella no se había acostado con nadie. Y otro compañero se metió con su pecho. Y ella no llevaba escote siquiera. Y otro que era más tonto que una zapatilla, pensó que estaba ligando con él y le puso contra la espada y la pared. Y ella no le había dado pie, no le gustaban los tontos.

Y cuando estuvo más cerca de los cuarenta que de los treinta, dejó de ser una mujer completa para convertirse en un recipiente de bebés para algunas personas. Porque la gente no le preguntaba cómo estaba ella sin más, sino que de pronto se oía un “¿Para cuándo un sobrinito/nietecito/ahijadito/bebito?” Y el temido, doloroso y punzante “Se te va a pasar el arroz”. Ella odiaba los prejuicios. Ella no buscaba que la sentenciaran por ser mujer. Quería ser persona. Nada más.»

Quien quiera buscar excusas y mirar para otro lado, las encontrará, pero sólo le diré dos cosas: La primera, como decía el proverbio: “Cuando un dedo apunta al cielo, sólo el tonto mira el dedo”. La segunda, espero que sus hijas jamás tengan que pasar por situaciones cotidianas similares a las que pasamos las mujeres en la actualidad. Y si las pasan, que se acuerden del vestido rosa y las ronchas en la piel de esa niña, que han quedado perennes, tatuadas en su alma.

Luchar contra cualquier desigualdad para que a las futuras mujeres nada ni nadie les impida ser, hacer, decir o expresarse como les apetezca sin tener que pelear con estúpidos prejuicios debería ser una obligación moral de toda la sociedad. Yo lucho por una educación correcta. ¿Tú por qué luchas hoy?

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